TESOROS EN EL CIELO


DEL LIBRO

EL SERMON DE

LA MONTAÑA


CENTRO DE ESTUDIOS

DE LA SABIDURIA

OCCIDENTAL MEXICO

TESOROS EN LOS CIELOS

DE EL LIBRO EL SERMON DE LA MONTAÑA

EMMET FOX

Estad atentos a no hacer vuestra justicia delante de los hombres para que os vean; de otra manera no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos.

Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados de los hombres: en verdad os digo que ya recibieron su recompensa.

Cuando des limosna, no sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre que ve en lo oculto te premiará.

Y cuando oréis no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas, y en los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo, que ya recibieron su recompensa.

Tú, cuando ores, entra en tu cámara, y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo escondido te recompensará.

Y orando, no seáis habladores como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar. No os asemejéis, pues, a ellos; porque vuestro Padre conoce las cosas de las que tenéis necesidad, antes que se las pidáis. (mateo VI, 1-4)

La esencia de esta parte del Sermón está contenida en los versos 6 y 7, especialmente el mandamiento que dice:

"Ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará."

La doctrina del "Lugar Secreto" y su importancia como centro de control del Reino es el factor esencial de lo que Jesucristo enseña.

El hombre es el soberano de un reino, aunque en la mayoría de los casos no lo sabe.

Ese reino no es otro que el mundo de su propia vida y experiencia. El Antiguo Testamento abunda en historias de reyes y de reinos; de reyes sabios y de reyes necios; de reyes buenos y de reyes malos; de reyes victoriosos y de reyes vencidos; de reinos que surgen y de su decadencia, debido a toda suerte de causas.

Jesús, expresándose en parábolas, se sirve a menudo de la misma idea y de los mismos símiles.

"Había un gran rey...", comienza Él muchas veces.

Pues cada uno de estos reyes es, en verdad, cada uno de nosotros, según los distintos aspectos en que nuestros diversos estados del alma nos presentan.

La Biblia es el libro de cada hombre. Sobre todo es un manual de metafísica, un manual para el desarrollo del alma, y toda ella, desde el Génesis al Apocalipsis, se ocupa de ese desarrollo, de ese despertar del individuo.

Todos nuestros problemas se estudian en ella desde todos los ángulos posibles, y las lecciones fundamentales de la Verdad Espiritual se presentan de la manera más variada, para responder a todas las condiciones, a todas las necesidades y a casi todas las disposiciones de ánimo de la naturaleza humana.

Unas veces somos un rey, otras un pescador, un jardinero, un tejedor, un alfarero, un comerciante, un sacerdote, un capitán o un mendigo.

En el Sermón del Monte el hombre es rey; es el soberano absoluto de su propio reino.

Y esto no es meramente una figura retórica, porque cuando realizamos en nosotros la Verdad Espiritual, llegamos a ser, literalmente hablando, monarcas absolutos de nuestras propias vidas.

Creamos nuestras propias condiciones y podemos destruirlas.

Creamos o destruimos nuestra propia salud; atraemos a cierta clase de personas o circunstancias y rechazamos otras; atraemos la riqueza o la pobreza, la serenidad o el temor, y todo según la manera como gobernamos nuestro reino.

Desde luego, el mundo ignora esto. La mayoría de los hombres creen que lo que les pasa depende principalmente de las personas y circunstancias que les rodean.

Creen que estamos siempre expuestos a accidentes de todas clases, a acontecimientos imprevistos que pueden cambiar, y aun destruir todos nuestros proyectos.

Pero la Verdad del Ser es precisamente lo contrario de todo eso y, como la humanidad ha aceptado en general la falsa, no podemos extrañamos de que la historia esté llena de toda suerte de calamidades, sufrimientos y errores innumerables.

El empeño por dirigir cualquier negocio basándonos en falsos principios, sólo puede traer como con-secuencia la desgracia y la confusión, así como el persistir en razonar usando premisas erróneas —y naturalmente eso es lo que ha sucedido—.

El hombre ha sufrido porque se ha engañado acerca de la naturaleza de la vida y de la suya propia, y es por eso que Jesús —el Salvador del Mundo— dijo:

"Conoce la Verdad, y la Verdad te hará libre."

Y por eso también pasó Él los años de su vida pública enseñando esa Verdad, hablando de las relaciones entre Dios y el hombre, y explicando cómo se debe vivir.

Si es verdad —como indudablemente lo es— que nuestras desgracias nacen de nuestros pensamientos erróneos, presentes y pasados, se puede preguntar, considerando el sublime grado de conciencia logrado por Jesús:

¿Por qué tuvo El que enfrentarse de vez en cuando con tantas dificultades, y, sobre todo, por qué esa terrible lucha con el miedo en Getsemaní, y su muerte en la cruz?

La respuesta es que el caso de Jesús es del todo excepcional, porque Él sufrió, no por algún pensamiento erróneo suyo, sino por los nuestros. Gracias a su alto nivel de comprensión, habría podido abandonar la vida tranquilamente, sin sufrimiento alguno, como Moisés y Elías lo hicieron antes.

Pero fue Él quien deliberadamente escogió emprender su terrible tarea para ayudar a la humanidad; por lo cual bien merecido tiene el título de Salvador del Mundo.

Consideremos ahora nuestro reino más detalladamente, y encontraremos que el Palacio del Rey, las oficinas del gobierno, por decirlo así, son nada menos que nuestra conciencia, nuestra propia mentalidad.

Éste es nuestro gabinete particular donde se tratan nuestros asuntos, que son el torbellino de pensamientos que atraviesan continuamente nuestra mente.

Es lo que el salmista llama el "Lugar Secreto del Reino" y es secreto porque nadie más que nosotros sabe lo que pasa en él.

Es un recinto privado bajo nuestro dominio exclusivo. Allí podemos guardar los pensamientos que queramos; también podemos escoger unos y rechazar otros; y en ese lugar somos soberanos.

Cualquier pensamiento que elijamos para fijarnos en él tendrá, tarde o temprano, su realización —en cosas o en hechos— en el mundo exterior; de ahí nuestra responsabilidad.

Habiendo alimentado ciertas ideas, no tenemos poder para cambiar sus consecuencias. Nuestra libertad consiste en la facultad de elegir nuestros pensamientos.

Si no deseamos tener ciertas consecuencias desagradables, vale más que nos abstengamos de los pensamientos que las engendran.

Si queremos evitar que una máquina se ponga en marcha, no abriremos la válvula; si queremos evitar que un timbre suene, no tocaremos el botón.

Por consiguiente, si realmente entendemos lo que implica este principio fundamental, haremos bien en ser de ahora en adelante muy cuidadosos con nuestro pensar.

Si entendemos que los pensamientos de hoy determinan los hechos de mañana; que nuestra salud y nuestros negocios —es decir, todo lo que nos importa— dependen de lo que pasa en la conciencia, seleccionaremos nuestros pensamientos (nuestro alimento espiritual) con el mismo cuidado con que escogemos nuestro alimento físico.

No olvidemos nunca que la idea que hoy se fija en la mente, va a traducirse mañana en un hecho correspondiente, no necesariamente idéntico a nuestro pensamiento, pero siempre de la misma naturaleza.

Por ejemplo, si pensamos mucho en las enfermedades, estamos minando nuestra salud; si pensamos mucho en la pobreza y la depresión en el mundo de los negocios, estamos arriesgándonos a atraer a nuestra propia vida la pobreza; y si pensamos en las desgracias, las discordias y los actos deshonrosos, estamos atrayéndonos estos males.

Lo que realmente ocurre, consecuencia lógica de nuestras reflexiones, es rara vez la reproducción exacta de una sucesión de pensamientos en particular. Es más bien el resultado de la acción combinada de esa sucesión de pensamientos y nuestra actitud mental general.

El pensar en la enfermedad sólo es uno de los dos factores que la producen, y generalmente es el menos importante.

El otro factor, más importante, es alimentar emociones negativas o destructivas, hecho que, al parecer, es muy poco comprendido, incluso por los estudiantes de metafísica.

Sin embargo, es tan importante que nunca se insistirá demasiado en el hecho de que la mayoría de las enfermedades son producidas por emociones destructivas.

Nunca se repetirá lo bastante que la ira, el resentimiento, los celos, el rencor, etc., son perjudiciales para la salud, y muy aptos para dañarla seriamente.

La cuestión no estriba en si tales sentimientos pueden o no justificarse Ello no tiene nada que ver con los resultados, ya que se trata de las consecuencias de una ley natural.

Supongamos que alguien dice: "Tengo derecho a enfadarme" afirmando así que ha sido víctima de un trato injusto y que, por lo tanto, posee como un permiso especial para alimentar sentimientos de ira sin que su cuerpo reciba las consecuencias naturales.

Esto es, por supuesto, absurdo. No hay nadie que pueda conceder tal permiso, y si ello pudiera ser —admitiendo que en circunstancias especiales una ley general pudiera echarse a un lado— tendríamos entonces, no un universo, sino un caos.

Si oprimimos el botón, sea con una intención buena o mala, bien para salvarle la vida a un hombre o bien para quitársela, el timbre eléctrico sonará, porque tal es la ley de la electricidad.

Si inadvertidamente bebemos un veneno letal, moriremos o, por lo menos, nuestro cuerpo sufrirá daños, porque tal es la ley.

Aun cuando creamos beber un líquido inofensivo, no se cambiará el resultado de nuestro acto, porque la ley no hace caso de la intención.

Por la misma razón, el permitirse guardar emociones negativas es una invitación a la desgracia —primero, a las que atañen a nuestra salud física, y después, toda clase de molestias, aun cuando estimemos que estas emociones negativas están enteramente justificadas.

Una vez encontré un viejo sermón pronunciado en Londres durante la Revolución francesa. El autor, (fue tenía una visión extremadamente superficial del Evangelio decía, refiriéndose al Sermón del Monte:

"Naturalmente, es justificable odiar a ese archi-carnicero

Robespierre y execrar al asesino de Bristol".

Esta sentencia ilustra perfectamente la falacia que hemos estado considerando.

Alentar el odio es atraerse ipso facto desagradables consecuencias y, en cuanto a nosotros se refiere, no importa el nombre al que vaya vinculada la emoción: "Robespierre o Fulano, o Zutano, o Mengano.

La cuestión de si Robespierre era, en efecto, un ángel de la luz o de las tinieblas no tiene nada que ver con lo que nos ocupa. Permitir que la emoción del odio nos domine —aun cuando creamos que la persona en cuestión bien lo merece— equivale infaliblemente a atraer la desgracia sobre nosotros, en proporción a la intensidad de la emoción y al tiempo que se haya dedicado a ella.

Ningún estudioso de la Biblia considerará jamás que el odio o la execración puedan justificarse en circunstancia alguna; pero sea cual fuere nuestra opinión personal al respecto, las consecuencias prácticas son las mismas.

Pensar otra cosa sería tan tonto como el beber dos tragos de ácido prúsico. Sabemos perfectamente las consecuencias del veneno.

Es muy significativo el hecho de que Jesús haya llamado a nuestra conciencia el "Lugar Secreto".

Él desea, como siempre, imprimir en nosotros la verdad de que lo interior es la causa de lo exterior, y no es éste lo que determina las condiciones de aquél. Ni puede nunca un hecho exterior ser la causa de otro hecho exterior.

Causa y efecto actúan de dentro hacia fuera. Esta ley absoluta es fácil de comprender en teoría, una vez que se ha enunciado claramente; sin embargo, en el torbellino de la vida diaria, es muy difícil no perderla de vista.

Estamos constituidos de tal manera que nuestra atención sólo puede concentrarse en una sola cosa a un tiempo, y cuando no estamos deliberadamente atendiendo a la observancia de esta ley, cuando el interés de lo que hacemos o decimos monopoliza nuestra atención, es evidente que nuestros hábitos ya formados van a determinar la índole de nuestros pensamientos.

Olvidamos constantemente la obediencia a esa ley absoluta en la práctica, hasta que no nos hayamos ejercitado en su cumplimiento con el más riguroso cuidado.

Mientras tanto, siempre que dejemos de cumplirla, aunque fuere por causa de olvido, estaremos expuestos a sufrir el castigo.

De ahí se desprende que nada merece la pena ni tiene verdadero valor, a menos que signifique un cambio de orientación en el Lugar Secreto. Pensad rectamente, y tarde o temprano todo cambiará alrededor en favor vuestro.

Pero si nos conformamos con un cambio meramente externo sin cambiar también nuestros pensamientos y sentimientos, no solamente malgastaremos nuestro tiempo, sino que podemos adormecemos con facilidad en un falso sentido de seguridad y, sin damos cuenta, caer en el pecado de la hipocresía.

Desde tiempo inmemorial la humanidad ha mantenido la insensata ilusión de que los hechos exteriores, tan fáciles de captar, pueden sustituir a un cambio interior de pensamientos y emociones, lo cual es de por sí tan difícil.

Es muy fácil comprar y llevar vestidos ceremoniales, repetir a ciertas horas rezos aprendidos de memoria, practicar devociones estereotipadas, asistir a servicios religiosos en períodos determinados y, sin embargo, dejar sin cambio alguno el corazón.

Para atar la filacteria necesitaban los fariseos solamente un momento; pero la limpieza del corazón requiere años de oración diligente y de disciplina mental.

Hace unos años decía un cuáquero eminente: "En mi juventud nosotros abandonamos el vestido distintivo de los cuáqueros y algunas otras costumbres.

Nos dimos cuenta de que personas que no cui-daban de seguir nuestros ideales cuáqueros, se unían a nosotros con el fin de dar a sus hijos una educación a bajo costo y otras ventajas.

Les era fácil declararse miembros de nuestra Sociedad de Amigos, comprar y llevar un abrigo sin botones ni cuello e intercalar en la conversación algunas particularidades gramaticales, mientras no obraban cambio alguno en su carácter."

Los cuáqueros no son los únicos que han tenido que hacer frente a este problema. Este peligro fue también la roca contra la cual se estrelló el puritanismo. Los puritanos llegaron al final a insistir en un cumplimiento exterior con toda clase de prácticas que no eran esenciales y castigaban severamente toda infracción de este código estricto. Regulaban los detalles más nimios de la vida.

Cierta manera de hablar, de vestirse, de andar; el poner a los niños nombres pomposos tomados del Antiguo Testamento llegó a significar para ellos un pasaporte a la promoción en la vida civil, comercial o eclesiástica, como si la observancia de tales futilidades pudiese tener en sí misma el menor valor espiritual, y no condujese en realidad al autoengaño propio y a la hipocresía flagrante.

Es incuestionable que la espiritualización del pensamiento conduce, en la práctica, a simplificar la vida de quien se aplica a ello, porque muchas cosas que antes parecían de gran importancia resultan luego carentes de valor e interés.

Asimismo, es indudable que tal persona comprobará gradualmente cómo va conociendo a gente distinta, leyendo libros distintos y empleando su tiempo de manera distinta; y también, como es natural, que su conversación experimenta un notable cambio de calidad.

"Las cosas viejas pasaron; he aquí que yo hago nuevas todas las cosas."

Estas cosas siguen a un cambio de corazón; jamás lo preceden.

Esto nos demuestra cuán vano es el intento de adquirir popularidad, o cultivar la buena opinión de otros, pensando que de tales cosas puede derivarse alguna ventaja. Los que escuchaban a Jesús en el Monte habían visto a los más indignos de los fariseos llevar a cabo buenas obras de la manera más ostensible, para ganar entre los hombres la reputación de ser ortodoxos y santos, y también, probablemente, porque tenían la impresión confusa de que así servían a sus intereses espirituales.

Jesús analizó y denunció este error. Él nos dice que la aprobación que reciben los actos exteriores es su única recompensa, pero que aquellos cumplidos en el silencio del Lugar Secreto son los que alcanzan verdaderamente la aprobación divina.

Jesús también pone aquí énfasis en la necesidad de que las oraciones tengan vida.

La mera repetición de frases aprendidas, tal como hacen los loros, carece por completo de valor. Cuando estemos en oración debemos proponemos "sentir" la inspiración divina, poniéndonos en actitud receptiva (no negativa) hacia Dios.

No es malo repetir constantemente una frase; esto ayuda, aunque no se comprenda mucho su sentido espiritual, con tal de que la repetición no se tome un acto puramente maquinal. Jesús mismo repitió tres veces las mismas palabras en los instantes de su agonía en el Huerto de los Olivos.

Si alguna vez acontece que nuestro espíritu se embota mientras oramos, es mejor que nos detengamos, nos ocupemos en otra cosa durante algún tiempo, y volvamos después a orar con el espíritu vivificado.

Lo que es bueno ya existe eternamente por la Omnipresencia de Dios; no tenemos que crearlo. No obstante, hemos de ponerlo de manifiesto por medio de nuestra concepción personal de la Verdad.

Este texto no significa que nos abstengamos de pedir por nuestras necesidades y problemas particulares. Ni tampoco, como lo creen algunos, que no debamos buscar más allá de la armonía general.

De hacerlo así, los resultados de nuestro orar se distribuirán por igual en cada aspecto de nuestra vida, y la mejora en cada detalle particular puede ser tan pequeña que no merezca ser tenida en consideración.

La actitud correcta es concentrar nuestro pensamiento en aquello que queremos ver realizado en el momento.

Es verdad que no debemos orar por cosas materiales en sí; pero cuando tengamos una necesidad, ya sea de dinero, pongamos por caso, o de empleo, o de una casa, o de un amigo, nos consideraremos a nosotros mismos, es decir, a nuestra alma en relación con aquella necesidad.

Cuando hayamos orado lo suficiente como para llegar a una comprensión espiritual sobre aquel punto, la cosa necesitada aparecerá como una prueba de que nuestra parte se ha realizado.

Llenemos el vacío de nuestros anhelos con el sentido del Amor de Dios, y las cosas que necesitemos aparecerán en nuestra vida como por encanto.

Cuando hagamos nuestras oraciones, no tengamos temor de ser demasiado definidos, precisos y prácticos. El mismo Jesús era así. Nadie huyó más de la vaguedad o de lo indefinido que Él.

Así, pues, habéis de orar:

Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre.

Venga tu reino, hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día.

Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Y no nos dejes caer en la tentación,

más líbranos del mal:

porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria,

por todos los siglos.

Amén.

Porque si vosotros perdonáis a otros sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras faltas. (mateo VI, 9-15)

Ésta, la más grande de todas las oraciones, llamada comúnmente el Padre Nuestro, es en efecto un resumen magnífico de toda la enseñanza de Jesucristo.

Se trata de un resumen que por lo breve y completo no tiene igual.

Es nada menos que un esquema acabado de la metafísica cristiana. En estos versos Jesús define la naturaleza de Dios y del hombre, y explica su interdependencia; nos dice lo que el universo es realmente, y proporciona un método de rápida evolución espiritual para quienes lo usen cada día de manera inteligente.

Notemos particularmente cuánto insiste Jesús en la necesidad de perdonar y ser perdonados, si en verdad queremos alcanzar algún progreso en los dominios del espíritu.

Y cuando ayunéis, no aparezcáis tristes, como los hipócritas, que demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad os digo que ya tienen su recompensa.

Tú, cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tú cara, para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. (Mateo VI, 16-18)

El ayuno era una costumbre general de aquel tiempo, y Jesús lo da por sentado.

El ayuno, como lo interpretan hoy en día los que tratan de llevar a la práctica científicamente la vida cristiana, consiste en abstenerse de ciertos pensamientos, sobre todo, de los pensamientos negativos o malos; pero en algunos casos es necesario, si deseamos tener resultados positivos, abstenemos de pensar por algún tiempo en la dificultad particular que nos inquieta.

Hay ciertos problemas, casi siempre los que hemos repasado muchas veces en nuestra mente, que no se resuelven sino "sólo por medio de la plegaria y del ayuno".

En tal caso es preferible afrontar la cuestión definidamente y después abandonarla por algún tiempo, o también, confiarla a otra persona que la considere en su justa medida mientras nosotros nos fijamos en otras cosas.

El ayuno físico resulta a veces eficaz para solucionar un problema, especialmente en el caso de lo que llamamos dificultades crónicas, pero debe ir acompañado de un tratamiento espiritual. Esto se debe al alto grado de concentración que puede lograrse durante la abstinencia.

Notemos que el versículo 18 es sustancialmente una repetición del 6. Cuando la Biblia repite algo de esta manera, es una indicación evidente de que se trata de un punto de importancia primordial.

No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y roban.

Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín los corroen, y donde los ladrones no horadan ni roban. Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón.

La lámpara del cuerpo es el ojo: sí, pues, tu ojo estuviere sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo estuviese enfermo, todo tu cuerpo será tenebroso, pues si la luz que hay en ti es tinieblas ¡qué tales serán las tinieblas! (mateo V, 19-23)

Habiéndose extendido acerca de la naturaleza del Lugar Secreto, y habiéndonos dado la Oración Modelo, o Realización Divina como la Llave de la Vida, Jesús sigue llamando la atención sobre ciertas consecuencias que seguirán, a fin de mostramos que debemos conformar lo antes posible nuestra existencia a este principio fundamental.

Por ejemplo, una vez que comprendamos que todo lo existente en el plano material no es más que la exteriorización de nuestros pensamientos, podemos hacemos cargo de lo necio que resulta acumular o tratar de acumular riquezas o bienes materiales de cualquier clase.

Si nuestra conciencia está en rectitud, esto es, si comprendemos que Dios es Amor, que es la fuente dispensadora de todo bien, siempre estaremos en aptitud de lograr todo aquello que necesitemos, bien sea dinero o cualquier otra cosa, dondequiera que estemos y en cualquier circunstancia que nos encontremos.

Nada nos llegará a hacer falta cuando comprendamos que para el Espíritu Divino demandar y obtener son la misma cosa.

A la inversa, mientras no comprendamos esto, siempre estaremos expuestos a la pobreza o a cualquier necesidad. Podemos, ciertamente, llegar a poseer grandes caudales de riqueza, acciones, bonos, casas, tierras pero, a menos que tengamos una comprensión espiritual de la propiedad, estos tesoros, tarde o temprano, adquirirán alas, y volarán. En verdad, no hay otro camino para alcanzar seguridad que el de la comprensión espiritual.

Los bancos más seguros hacen bancarrota; la Bolsa está expuesta a catástrofes imprevistas; las minas y los pozos de petróleo pueden ser destruidos por un cataclismo natural; una nueva invención puede arruinar a una vieja; el abrir o cerrar una estación de ferrocarril o el iniciar una nueva empresa en otro lugar puede comprometer el valor de nuestras tierras, sin hablar del efecto que sobre toda clase de propiedad causan los trastornos inesperados que se producen en el mundo político.

En pocas palabras, es malgastar el tiempo dirigir demasiado nuestro interés hacia la acumulación de bienes materiales, que son vulnerables a los cambios y venturas.

Si dedicásemos a la meditación y a la Oración Científica una pequeña parte del tiempo y de la atención que empleamos en perseguir los bienes del mundo, el cambio de conciencia resultante nos pondría a salvo de la pobreza y la adversidad.

Si tuviésemos suficiente comprensión espiritual de las leyes que rigen el aprovisionamiento de cada uno, es probable que nuestras inversiones no fracasarían; y en caso de que salieran mal, las pérdidas se sustituirían inmediatamente, antes de que sufriésemos por ellas. En todo caso, el que tiene su mente puesta en un sentido de prosperidad, no puede empobrecerse; ni puede alcanzar bienestar material el que mantiene en la mente la idea de la pobreza.

A la larga, nadie puede conservar lo que no le pertenece por derecho de conciencia; ni tampoco puede perderlo aquél que lo tiene por el mismo derecho.

Por lo tanto, haremos bien en no fundar nuestra paz sobre tesoros terrenales, sino más bien sobre riquezas en los cielos, lo cual es la comprensión de la Ley Espiritual.

Si concentramos nuestra felicidad en las cosas materiales, transitorias y mudables, no es a Dios a quien ponemos en el primer lugar de prioridad. Si Él ocupa el primer plano de nuestra vida, nada nos causará inquietud ni ansiedad.

Ahondando con más detalle en el mismo tema, Jesús nos dice que aquellos que establecen su vida sobre esta nueva base estarán libres de las pequeñas inquietudes y afanes del vivir diario, que continúan incomodando a los demás.

Cuestiones de dieta, por ejemplo, se arreglarán por sí solas si pensamos correctamente. El que ha orientado su vida por este nuevo rumbo no tiene que preocuparse por todo lo que come, convirtiendo así la función del comer en una carga penosa.

Come natural y espontáneamente el alimento ordinario que se presenta, sabiendo que la buena dirección de sus pensamientos habituales hará asimilable lo que come. Si realiza las oraciones de cada día con sabiduría y dirección comerá menos, es decir, la cantidad de alimento naturalmente requerida.

El mismo principio es aplicable a todos los detalles de la vida cotidiana. Si oramos cada día de manera conveniente, encontraremos que las cosas secundarias de la vida se arreglan por sí mismas, sin necesidad de esfuerzo alguno por nuestra parte.

Fijémonos en el contraste entre esto y el método usual de ordenar las cosas por separado, es decir, organizando mil y un detalles pequeños, y apreciaremos cuán maravillosamente nos libera la nueva base espiritual.

Sí, pues, tu ojo estuviese sano, todo tu cuerpo estará luminoso. He aquí la expresión absoluta de la Verdad. En efecto, si el ojo está sano, todo el cuerpo de la experiencia estará lleno de luz.

El ojo simboliza la percepción espiritual. Aquello en que ponemos nuestra atención, es la cosa que gobierna nuestra vida.

La atención es de importancia capital. Nuestro libre albedrío reside en la orientación de nuestra atención.

Aquello que capta nuestra atención con insistencia entrará en nuestra vida para dominarla.

Si no nos fijamos en ninguna cosa en particular —y esto ocurre muy a menudo— entonces nada en particular nos acontecerá en la vida excepto la duda y la incertidumbre; iremos vagando a la ventura.

Si nos fijamos en el mundo exterior, el cual por su naturaleza es variable y está sujeto a cambios, infaliblemente tendremos que sufrir la infelicidad, la pobreza y una salud deficiente.

Por otra parte, si dirigimos nuestra atención hacia Dios, si la cosa que más nos importa es Su Gloria y la norma de nuestra vida es expresar Su voluntad, entonces nuestro ojo será sano, y nuestro cuerpo y nuestra existencia toda serán luminosos.

Nadie puede servir a dos señores; pues, o bien adhiriéndose al uno menospreciará al otro. No podéis servir a Dios y a las riquezas.

Por eso os digo: No os inquietéis por vuestra vida, por lo que habéis de comer o de beber, ni por vuestro cuerpo, por lo que habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?

Mirad como las aves del cielo no siembran, ni siegan ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?

¿Quién de vosotros con sus preocupaciones puede añadir a su estatura un solo codo?

Y del vestido ¿por qué preocuparos? Aprended de los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan.

Pues yo os digo, que ni Salomón en toda su gloria vistió como uno de ellos.

Pues si la hierba del campo que hoy es, y mañana es arrojada al homo. Dios la viste así, ¿no hará mucho más con vosotros, hombres de poca fe? No os preocupéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?

Los gentiles se afanan por todo eso; pero bien sabe vuestro Padre celestial que de todo eso tenéis necesidad.

Buscad, pues primero el Reino y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura. (mateo VI, 25-34)

Muchos cristianos aceptan estos hechos en teoría, pero se manifiestan indiferentes cuando es cuestión de ponerlos en práctica, y esta vacilación los mete siempre en un sinnúmero de dificultades, nacidas de su flaqueza e inconsecuencia.

En general, los materialistas son más felices, porque por lo menos viven según sus conocimientos y se conforman con lo que comprenden.

Tratar de apoyarse en un principio ahora y en otro luego es servir a dos señores, y esto es imposible. No podéis servir a Dios y a las riquezas.

El hombre es esencialmente espiritual, y ha sido creado a la imagen y semejanza de Dios. En consecuencia, está hecho para vivir felizmente en el plano espiritual, y no puede realmente tener éxito en ningún otro.

Las aves del cielo y los lirios del campo le ofrecen al hombre una sorprendente lección por su completa adaptación a las leyes de sus planos respectivos.

Expresan verdaderamente su propia y auténtica naturaleza, van a través de la vida siendo a la perfección ellos mismos; y no conocen nada que se le parezca a la inquietud y la ansiedad que destruyen tantas vidas humanas.

Los lirios de los que aquí se habla son las magníficas amapolas silvestres del Oriente, y quienquiera que haya visto un campo de estas flores meciéndose y balanceándose a la brisa, apreciará el sentido de reposo y libertad de espíritu, y gozo que según Jesús pertenece a la humanidad por derecho de nacimiento.

Por supuesto.

Él no quiere decir que los seres humanos, que están en un plano biológico infinitamente más elevado, deban imitar al pie de la letra las vidas o los métodos de los pájaros o de las flores.

La lección que tenemos que aprender es que nosotros debemos adaptamos a nuestro propio elemento, de la misma manera que ellos lo hacen con el suyo. Y nuestro verdadero elemento, es la Presencia de Dios.

San Agustín dijo:

"Tú nos has creado para ti mismo, y nuestros corazones están inquietos hasta que no reposan en ti"

Cuando el hombre llegue a aceptar que la Verdad se encuentra en Dios tan completa e indudablemente como las flores y los pájaros aceptan la verdad de su propia condición, demostrará en sí la abundancia y la armonía divinas tan perfectamente como lo hacen estas otras criaturas de Dios.

Si alguien fuere lo bastante necio para interpretar estos símiles de forma literal en vez de espiritual-mente, y se acostase en un campo de amapolas esperando a que Dios hiciese un milagro dramático en su favor, muy pronto se daría cuenta de que ése no es el camino.

Poseyendo facultades infinitamente superiores a las de los animales y las plantas, el hombre imitará en verdad su sabiduría y su gloria siendo activo en su propia esfera, la de la oración y meditación.

La Base Espiritual no es un sinónimo de laissez faire; significa actividad intensa, pero en el plano espiritual, que es bien distinto del material. Ésta es la única forma por medio de la cual uno puede buscar el Reino de los Cielos; después de lo cual todas las cosas necesarias vendrán como una consecuencia.

Si nos sentimos muy desanimados y desconcertados, ha llegado el momento de echamos mentalmente entre las amapolas, leer la Biblia y orar con serenidad, pero con perseverancia, hasta que algo suceda, o bien dentro o bien fuera de nosotros.

Y esto no es laissez faire porque la oración es acción. Una vez, en Londres, conocí a una señora cuyos asuntos se enredaron tan desesperadamente que parecía destinada inexorablemente a la más completa ruina. La animé a que abandonase mentalmente toda su carga y, sin temor a las consecuencias inmediatas, pasase dos o tres días buscando en la Biblia una inspiración y pidiendo en oración la paz y la felicidad.

Al cabo de una semana, sin que hubiese realizado acción mate-rial alguna, todo quedó aclarado como por arte de magia.

La manera normal de ganarse la vida es tener una profesión o desempeñar una ocupación que resulte útil y agradable. Se trata de hacer conscientemente la tarea y recibir a cambio una remuneración satisfactoria.

La Oración Científica colocará a cada uno en tal posición, si no la tiene aún, y entonces, si ora cada día como conviene, dándose cuenta de la verdadera situación y pidiendo la oportunidad de servir, cualquiera que sea su actual posición irá mejorando a medida que pasa el tiempo. Pero tendrá que orar diariamente como conviene.

No es necesario trabajar o ejercer una profesión fuera de casa. La mujer que lleva a cabo sus deberes en el hogar es un miembro de la comunidad tan útil como cualquier otro; y muchas personas que no tienen necesidad de preocuparse por el dinero debido a sus ingresos personales, prestan grandes servicios a la humanidad cultivando las artes o la literatura y fomentando las investigaciones científicas.

Lo cierto es que nadie cuya vida repose en la Base Espiritual vivirá inactivamente, por grande que sea su riqueza.

De vez en cuando se oyen casos de ciertas personas que se creen tan espirituales que no necesitan ganarse la vida. Otra persona —algún pariente o un amigo— que trabaja, porque no es demasiado espiritual, suele mantenerlos en la ociosidad. Pero esa actitud mental habla por sí misma.

Si la comprensión que una persona tiene de la metafísica resulta suficiente para permitirle pasar sin el trabajo ordinario, se encontrará automáticamente provista de lo necesario, permaneciendo independiente y digna de respeto.

Y esto no puede en manera alguna aplicarse a los deudores o a los que viven a costa de otros. Si queremos experimentar apoyándonos en el poder de la Palabra, bien; pero estemos seguros de hacerlo con una sinceridad absoluta. El único modo de llevar a cabo este experimento de manera genuina es dejar que sea una demostración de fe.

De lo contrario, tendremos que atenemos a consecuencias extremas. Si contamos secretamente con alguien que puede ayudamos, no estaremos confiando en la Palabra Divina.

Todo adepto de la Ciencia Espiritual puede esperar una prosperidad razonable que le permita vivir confortablemente y con seguridad.

Mientras tanto no podamos probar esa Verdad sólo por el poder de la Palabra Divina, debemos continuar practicando el trata-miento espiritual que nos llevará a alcanzar una posición adecuada en la que desenvolvemos con éxito.

Jesús nos dice en este pasaje que todos nuestros esfuerzos de voluntad serán insuficientes para aumentar un codo a nuestra estatura. Ésta es otra manera de expresar la verdad que Él presenta de tantos modos diferentes, esto es, que debemos volver a nacer espiritualmente.

En tanto permanezcamos como estamos, no podremos, pese a todo esfuerzo, lograr cambio alguno, ni en nosotros mismos, ni fuera de nosotros. Siempre hacemos lo que somos. Nuestra vida exterior se corresponde siempre con la interior.

No podremos lograr ningún progreso si no nacemos de nuevo, esto es, si no llevamos a efecto una toma de conciencia de la Presencia de Dios.

No os inquietéis, pues, por el mañana; porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes; bástale a cada día su afán. (mateo VI, 34)

En la Oración Científica empleamos generalmente el tiempo presente. Todo el principio de la Oración Científica consiste en corregir y orientar la conciencia, y eso tiene que hacerse en el presente.

Así, cuando se nos presente un problema referente al futuro, por ejemplo, un examen que tendremos dentro de seis meses, o un viaje desagradable que tenemos que realizar la semana siguiente, es ahora cuando conviene orar.

No esperemos hasta el último momento. Trabajemos mentalmente ahora; esto es, trabajemos ahora en nuestra conciencia sobre el asunto, en el presente. No proyectemos nuestro tratamiento espiritual hacia el futuro, porque de esa forma no se obtendrán los resultados esperados.

El hecho, sin duda, concierne al porvenir, pero el acto de pensar en él ahora significa que ya está en nuestra conciencia; y por tratarse de un pensamiento actual, puede y debe ser tratado en tiempo presente.

De la misma manera podemos obrar respecto a los hechos pasados, y debemos hacerlo si aún nos inquietan, tratándolos como si fueran presentes, porque hoy es cuando persiste el pensamiento en nosotros.

Tratemos todos los hechos, pasados y futuros, como si ocurriesen en el momento presente. No olvidemos que Dios está fuera de lo que llamamos tiempo y que, en consecuencia, la acción benéfica de Su Santa Presencia es igualmente eficaz, ayer, hoy y mañana.

Recordemos que los únicos pensamientos que importan son los de hoy. Los pensamientos de ayer o del año pasado ya no nos interesan, porque si nuestros pensamientos de hoy son justos, todo se encontrará rectificado en este mismo momento.

La mejor manera de prepararse para el mañana es hacer serenos y armoniosos los pensamientos de hoy. Todos los demás bienes vendrán en consecuencia.

Sería inútil profundizar en nuestra mente para buscar obstáculos que pudiésemos erradicar. Tratemos fielmente los errores que nos llaman la atención y nos estaremos ocupando de todo lo que está escondido.

En el mismo espíritu, el Cristianismo Científico nos disuade de conceder demasiada atención a otro plano o a las condiciones de la vida después de la muerte.

Tales preocupaciones no suelen ser sino una evasión de las realidades de esta vida y los problemas cotidianos que deben afrontarse y resolverse aquí y no evadirlos o, lo que es lo mismo, diferirlos en nuestro pensamiento.

Tenemos que hacer hincapié en la Vida, y no en la muerte, y centramos en hacer nuestra demostración aquí y ahora.