LOS CIELOS DECLARAN LA GLORIA DEL SEÑOR
REVISTA RAYOS DE LA ROSACRUZ JUNIO 1918
Nosotros, que somos habitantes de la ciudad, no estudiamos los cielos.
Generalmente estamos encerrados entre casas y miramos hacia arriba y hacia abajo por largas calles iluminadas con luz eléctrica; pero cuando salimos al campo y contemplamos los cielos expandiéndose sobre la tierra como una bóveda, obtenemos una mejor vista, especialmente si tenemos los ojos para ver.
Quizás hacia el oeste veamos una nube vaporosa que cubre como una cortina el lecho del sol poniente; quizás veamos un fuego vivo sobre la vasta extensión del Pacífico; y después de que haya desaparecido, tal vez veamos la luna nueva un poco más arriba, y aún más arriba, Venus, el más bello y luminoso de todos nuestros planetas.
Luego, al girar y mirar más hacia el este, podemos ver cómo, uno tras otro, se encienden las lámparas del cielo cuando aparecen estrellas de diferentes magnitudes, y finalmente contemplamos una miríada de mundos.
Parece que no hay orden ni sistema, y, sin embargo, cuando miramos con atención y entendimiento, podemos ver que hay muchas constelaciones, y que se mueven sucesivamente en orden desde el este hacia el oeste; que cuanto más cercanas estén del polo, más describen una órbita, y a medida que las diferentes estrellas ocupan distintas posiciones a diferentes horas, bien podríamos citar las palabras del salmista: “Los cielos declaran la gloria del Señor.”
Hay algo maravilloso en ese cielo abovedado y esas flores de fuego celestiales, cuando las miramos una a una, al desaparecer el día y profundizarse la oscuridad de la noche.
Durante el día solo vemos el sol y, a veces, la luna, pero por la noche nos impresiona más la infinitud del espacio, la vastedad de este universo en el que vivimos, y con seguridad debemos darnos cuenta de que hay un poder rector detrás de todo esto.
La ciencia materialista de mediados del siglo pasado propuso la teoría de la generación espontánea: que en algún momento apareció en el espacio, espontáneamente, una nube de fuego, y tan espontáneamente surgieron en esa nube corrientes que la hicieron girar; y luego, también espontáneamente, la fuerza centrífuga arrojó anillos que formaron planetas que giraban alrededor del sol central, y así se formó un sistema solar tras otro.
Pero incluso Spencer, el gran pensador materialista del siglo XIX, no pudo aceptar esa teoría nebular, porque vio que si eso fuera cierto, debía haber detrás de todo una primera causa.
No quería creer en un Creador Divino, pero comprendía perfectamente que debía existir una causa externa que pusiera en marcha esa nube de fuego.
Los científicos de entonces solían hacer un experimento utilizando un poco de aceite que agitaban en un recipiente con agua, para mostrar cómo la nube de fuego se formaría en una esfera y arrojaría planetas, que girarían alrededor del sol; e intentaban hacer creer a la gente que todo era solo una ciega ley natural; pero Spencer comprendió que quien agitaba el agua representaba esa primera causa, y por tanto a veces hemos de creer que detrás de este vasto universo existe un poder rector; de lo contrario no podría haber tal expresión ordenada.
Si lanzamos una caja de tipos de imprenta al aire, ¿esperamos que caiga formando un hermoso poema?
No, no sería posible, y mucho menos podemos esperar que una masa de átomos, como proponía la ciencia en ese momento, se ordene en formas tan organizadas.
Así, “los cielos declaran la gloria del Señor”, y cuando miramos hacia el cielo y vemos todo esto con nuestros propios ojos, eso debería bastar para asegurarnos de que debe existir un gran y rector Ser que ordene el movimiento de todos esos mundos en sus órbitas; y cuando observamos con un telescopio, vemos que hay aún más mundos; y cuanto mayor es el telescopio, más vemos que existen mundos sobre mundos que no se revelan a simple vista.
Miremos, por ejemplo, la constelación de Orión; la más baja de esas tres pequeñas estrellas que forman la espada es, por así decirlo, una masa nebulosa; nada se verá a simple vista sino una masa nebulosa. Incluso si utilizamos un telescopio como el que usó el gran astrónomo Herschel cuando descubrió el planeta Urano, solo veremos una nebulosa.
Solo al utilizar los telescopios más grandes de nuestra época podemos satisfacer nuestra curiosidad sobre lo que hay allí; y al mirar por uno de esos telescopios, descubrimos que no es en absoluto una nebulosa, sino un sistema solar como el nuestro, pero muchísimas veces mayor.
Estamos aquí en un pequeño planeta al que llamamos Tierra, y el sol alrededor del cual gira es un millón de veces más grande, pero el Gran Sol, que vemos tan lejos en los cielos, irradia quinientas veces más luz que nuestro sol, y una estrella en las lejanas Pléyades, tan nebulosa que apenas se distingue a simple vista, se dice que irradia cien millones de veces más luz.
Nuestra Tierra gira sobre su eje a mil millas por hora, y viaja en su órbita alrededor del sol a sesenta y cinco mil millas en una hora.
Tarda trescientos sesenta y cinco días en dar esa vuelta; es parte de un sistema solar, y el sistema solar en el que vivimos, se dice, viaja por una órbita que se calcula llevaría mil ochocientos millones de años en completar.
Órbita tras órbita, estrella tras estrella, así sucede, pero “los cielos declaran la gloria del Señor”, porque apuntan al hecho de que debe haber una gran y maravillosa fuente central de poder que mantiene todo en movimiento.
Y cuando tú y yo, queridos lectores, creemos haber logrado algo grande, cuando tal vez nos sentimos vanidosos, y salimos y miramos hacia ese cielo abovedado, ¿cuál es la lección que aprendemos?
Cuando comparamos nuestros propios pequeños logros con lo que hay en ese universo, ¿no debería enseñarnos humildad?
Y si nos visitan penas y problemas, si nos preocupan las pequeñas cosas de la vida, pensemos simplemente en ese maravilloso universo en el que vivimos.
En la tierra puede haber dolor y sufrimiento y lucha; una tempestad puede destruir en una hora más de lo que el hombre construye en siglos; y la erupción de un volcán puede destruir en pocos segundos una ciudad de millones, y un terremoto puede causar gran devastación; pero cuando todo ha pasado y miramos hacia arriba, el universo no se ha movido ni una partícula.
Las mismas estrellas brillan sobre nosotros como han brillado sobre la tierra durante milenios.
Allí hay inmutabilidad; esas estrellas que se mueven en sus órbitas inmutables están bajo una ley inmutable que las mantiene firmes allí.
Podemos llamar a esa ley gravedad, o podemos llamarla Dios, pero ahí está, y esa misma inmutabilidad—ese mismo hecho de la inmutabilidad de las leyes—es lo que nos da seguridad.
Si no existiese esa ley de gravedad, no podríamos salir de nuestras casas por la mañana con la seguridad de encontrarlas allí por la noche, pero gracias a esa ley de gravedad, que mantiene todo en su lugar, allí están cuando regresamos. Sabemos que el agua, cuando se evapora en vapor, es una fuerza, y que bajo ciertas condiciones esa fuerza puede ser utilizada; dependemos de la inmutabilidad de las leyes de Dios, y en eso descansamos seguros.
Así como es en el universo, así es en las pequeñas cosas de la vida. Contemplar esas órbitas inmutables de las estrellas nos da fe de que no hemos de ser lanzados a la nada; que año tras año habrá tiempo para desarrollarnos más, hasta que hayamos aprovechado y disfrutado todas las oportunidades que aquí se nos ofrecen; fe de que no habrá una convulsión repentina de la tierra que nos lance al espacio y haga que esta vida no valga nada; fe de que todo lo que existe aquí está bajo la misma ley inmutable que gobierna y ha sostenido incontables estrellas en el espacio durante millones y millones de años, y entonces podemos dar gracias a Dios de que se nos ha dado esta oportunidad y que podemos tener fe para mirar hacia los cielos y de ese modo acercarnos más a Él.
La humanidad en tiempos antiguos siempre contempló los cielos con reverencia; solo en estos días materialistas lo hemos olvidado por un tiempo; pero quienes hemos estado estudiando la ciencia estelar desde un punto de vista espiritual deberíamos darnos cuenta de que así como existe la órbita de la Tierra alrededor del Sol, y también la órbita del sol alrededor de otro sol central, así nosotros también tenemos una órbita que se ensancha cada vez más.
Puede que en el presente tengamos oportunidades limitadas, pero dependerá de cómo las aprovechemos si tendremos oportunidades mayores en el futuro o permaneceremos en el entorno que ahora tenemos.
Si no aprovechamos diligentemente las oportunidades aquí, la Naturaleza, en su benéfica solicitud, nos retira para darnos otra oportunidad en otro entorno; pero cuando hayamos agotado las oportunidades aquí en la tierra, se nos da un nuevo ambiente con mayores posibilidades.
Quienes han recibido las enseñanzas más profundas deben aprovechar especialmente todas las oportunidades de estudio que se les presenten y apreciar las enseñanzas rosacruces, que son las más avanzadas que se han dado al mundo occidental, y también debemos agradecer cualquier oportunidad que tengamos de vivir vidas más útiles en el mundo que las que vemos vivir a otras personas.
No debemos buscar trabajo en tierras lejanas; nos corresponde hacer todo lo que podamos en el entorno en que nos hallamos, para vivir vidas nobles y elevadas, aunque también humildes.
No debemos dejar que las pequeñas preocupaciones de la vida nos venzan, sino procurar que nuestras luces brillen en órbitas cada vez mayores, para que podamos añadir lustre a la Gloria de los Cielos, como corresponde a estudiantes de la ciencia estelar.
Traducido en amoroso servicio por la Fraternidad Rosacruz de Mexico.